“En este reposo inquebrantable, en este ambiente de abandono y de decadencia”. Azorín
La frondosa sombra de un parque enclavado en la plaza donde se erige el monasterio de la Concepción da tregua a los tobosinos debido al sofocante calor manchego. Solo puede sentirse el cálido viento acariciando las ramas de los árboles. Ningún niño juega en los columpios cubiertos por la hojarasca que esparce el otoño. Hasta el bar, que ha dejado en la intemperie las mesas y sillas permanece cerrado. Solo se ve la figura de un cansado hombre manchego que en uno de los bancos se sienta para protegerse de los rayos del Sol mientras espera la hora de la comida. Luis, más conocido en el pueblo como Matillas, hace el habitual paseo que el médico le prescribió para fortalecer su espalda ya tocada por la edad y las incontables horas de juventud dedicadas a sus viñas y oliveras. Preguntamos por la ubicación de la casa de Ana de Zarco, y, como si se tratase de un guía turístico, se ofrece a organizarnos un tour por todas las calles del Toboso. “Vivo cerca de allí. Le acompaño un tramo que no puedo andar mucho”, dice sacando fuerzas de flaqueza. Y, como don Quijote y Sancho, trazamos el callejero en busca de Dulcinea, revisando cada rincón del pueblo.
Matillas es natural del Toboso. Desde pequeño se ha dedicado a la labranza, actividad que compaginaba con la cría de caballos y la cacería. “Mi padre siempre nos ató a esta tierra. Desde pequeño he vivido en el Toboso”, dice mientras caminamos por las vacías calles. No hicieron lo mismo dos de sus hijos, que marcharon a lugares más poblados para seguir con su carrera profesional. El único que se quedó fue su hijo menor, que ha seguido la estela de su padre. “Lo único que pude hacer es darle lo que tenía, que eran unas cuantas tierras y un tractor, y va como puede porque el campo es muy sacrificado”.
Nos detenemos frente al jardín del convento de las franciscanas. Aunque dentro está protegido por las monjas, la mayor parte del tiempo se encuentra cerrado a cal y canto. Solo se lee en la puerta el horario en que está abierto al público, momento en que, si se tercia, los turistas aprovechan para comprarles los dulces que venden a todo aquel que quiera llevarse un recuerdo de la Mancha. Unas calles por delante, Matillas se detiene frente a un pequeño agujero en el suelo. Se trata de un pozo custodiado por la imagen de una virgen de piel morena. Nos cuenta la leyenda de que en una remota época de sequía, los lugareños se encomendaron a la madre de Dios para encontrar agua y que esta les reveló que allá donde los bueyes del carretero se detuviesen, se construiría un pozo. Hoy, los tobosinos guardan fervor a esa virgen más conocida como “la Morenita”. Matillas se para frente al pozo y recita su oración:
Virgen de la morenita/ ¿quién te ha traído al Toboso?/ Me ha traído un carretero/ y me ha puesto frente a un pozo.
Qué tengo una perrilla canela/ que tiene la nariz “partía”/ yo tengo una perrilla canela/ cazadora por el día/ por la noche centinela/ ¡qué bien se gana la comida!
Y con esta canción nos despedimos. Su mujer, María y su hijo Manuel ya están en la sobremesa. Lo esperan en el comedor de su casa; una habitación remachada con azulejos, oscura y llena de retratos y cuadros de caballos. El puchero ha dejado de humear. “Se te ha enfriado”, dice María mientras corta una rodaja de una esponjosa hogaza de pan. “Nos hemos entretenido un poco. He estado enseñando el Toboso”.