martes, 12 de diciembre de 2023

De cómo la despoblación dejó a Dulcinea sin patria

Una oficina de información abandonada da la bienvenida a los pocos turistas que visitan el pueblo: “El Toboso: patria de Dulcinea”, reza el eslógan que anuncia la marquesina del pequeño habitáculo. Todavía cuelgan los amarillentos carteles de eventos pasados de fecha, cursos de guitarra, talleres de yoga o una programación de fiestas patronales del verano anterior. “Ya no se usa. Si quieres enterarte de la programación cultural, tienes que ir al museo cervantino”, explica Rufino, vecino de la localidad donde don Quijote dio razón de ser a sus aventuras. Después de 30 años viviendo en Toledo trabajando para la Administración General del Estado, la jubilación le ha traído a la casilla de salida. “Siempre quise volver a mi pueblo, no quería quedarme en Toledo. Aquí es donde nací y aquí es donde quiero morir”. Para eso parece haber quedado el Toboso; un solitario lugar en el que morir en paz. Entre las calles adoquinadas, una ambulancia se abre paso con los destellos en marcha. “Es muy común verla cada dos por tres. Siempre hay alguna persona mayor a quien tienen que llevarse”, comenta. Cuenta una leyenda no muy extendida que durante la desamortización de Mendizábal los Agustinos del ya ruinoso convento de Santa Ana lanzaron al pueblo una maldición por el ultraje que supuso desproveerles de sus tierras, en la que condenaban, entre otra serie de penurias, al Toboso a su despoblación. Quien quiera que fuese les debió escuchar, pues desde 2008, la población del pueblo de doña Aldonza Lorenzo ha ido en caída libre pasando de 2000 habitantes en 2018 a 1600 en 2023, según el INE. No es algo nuevo esa destrucción poblacional. Azorín ya registró la “intensa sensación de soledad y de abandono” del Toboso en su Ruta de don Quijote. Y no percibís ni el más leve rumor: ni el retumbar de un carro, ni el ladrido de un perro, ni el cacareo lejano y metálico de un gallo. Y comenzáis a internaros por las calles del pueblo. Y veis los muros agrietados, ruinosos; la sensación de abandono y de muerte que antes os sobrecogiera, acentúese ahora por modo doloroso a medida que vais recorriendo estas calles y aspirando este ambiente”, escribe el periodista y escritor alicantino. 

Más de un siglo después de haberlo plasmado en su crónica de viaje, esa misma sensación todavía puede percibirse a medida que el viajero se adentra en las calles de aquel escenario quijotesco debido a otros problemas como la sequía, la falta de apoyo al sector agrario y el desempleo. Así lo afirma Manuel. A diferencia de sus hermanos, que marcharon a ciudades con más oportunidades laborales, este vecino de la localidad toledana decidió quedarse en el pueblo a seguir trabajando las tierras de su padre. Ve como el Toboso sufre una despoblación progresiva que atribuye al desempleo y al apoyo incondicional que recibe el sector terciario desde las instituciones públicas. “Ser el pueblo de Dulcinea nos ha perjudicado más porque todas las ayudas van al turismo, pero no se ayuda de la misma forma a la agricultura y a las empresas, y los jóvenes se están marchando a los pueblos vecinos por falta de trabajo”, explica. A Jose aún le quedan unos pocos años para colgar las aperos. Es de Pedro Muñoz, pueblo vecino de la localidad de Dulcinea, y es propietario de algunas viñas al servicio de las cooperativas que producen el vino de la zona. También ve con incertidumbre qué puede pasar de aquí a unos años con la agricultura en la Mancha. Para él el principal problema se atribuye a la falta de relevo generacional. “Ahora es muy difícil encontrar a gente que trabaje recogiendo uva. Los jóvenes no quieren trabajar en el campo”. La sequía tampoco ha ayudado mucho. La falta de lluvias y el calor han hecho descender en un 22% la producción de vino con respecto al año anterior según calculan las cooperativas agro-alimentarias de Castilla la Mancha. Miguel alias “el Guapo”, es testigo de como el negocio ha ido a menos, en parte, por los últimos años de sequía. “Este año casi no ha habido cosecha. Antes cogías un puñado de tierra y podías ver que cambiaba de color por la humedad. Ahora es tierra seca”, nos cuenta.

En este reposo inquebrantable, en este ambiente de abandono y de decadencia”. Azorín


El silencio que envuelve al pueblo se rompe de vez en cuando con la llegada de un autobús escolar que lleva a los estudiantes a conocer la casa de Ana de Zarco, mujer de la que se inspiró Cervantes para crear al personaje de Dulcinea, pero lo que en líneas generales encontramos es un cuidado decorado en el que, con suerte, se puede ver a algún vecino rumbo a ninguna parte. 
    
                                     


La calle de la Iglesia está conformada por una extensa plaza en la que sobresale una robusta fuente de piedra. Allí, se pueden ver las férreas estatuas de un Alonso Quijano hincado de rodillas frente una fría Dulcinea a la que declara su eterno amor. El templo, dedicado a San Antonio Abad, recibe el nombre de la Catedral de la Mancha por ser la más grande de toda la comunidad autónoma. Sin embargo, ese título no es suficiente reclamo turístico. El lugar abre solo para la misa de ocho, y hasta otro día. Angelines, Bernardina y Felicidad esperan en la plaza antes de que tenga lugar la celebración eucarística. “Aquí suelen venir familias los fines de semana y los días de fiesta, pero cada vez vienen menos. La taberna traía a mucha gente, pero el dueño la acabó cerrando y no hay nadie que quiera hacerse cargo de ella porque no es rentable”, dice Angelines. Los bares que todavía resisten gracias al empeño de sus parroquianos tampoco son el alma de la fiesta. No hay nada que decirse en aquellos lugares sombríos.  Existen, eso sí, zonas que rompen con toda la quietud que impera en el pueblo. Un ruido de gentío sale por la puerta del centro social. Hombres de la tercera edad desgastan los tapetes buscando el mejor órdago, o dando fe a golpe de “dominó” entre risas y bromas. 


De repente un sonido, similar al de una caballada irrumpe en mitad de aquella orgía de timbas. “Son las mujeres. Están practicando con las castañuelas”, dice uno de los fieles de aquel casino social. Al otro lado de la puerta un grupo de Dulcineas separadas de tantos Quijotes ensimismados en el juego preparan la música de cara a las próximas fiestas patronales. “Pi-ti-ta”. Marca el ritmo Carmen mientras la sigue a destiempo un coro de castañuelas. Ella insiste: “todas tienen que sonar a la vez y si alguna se equivoca que pare”, dice riéndose.Y allí, hasta que el sol se pone, las tardes se hacen más llevaderas en medio de tanto olvido.  No solo en el Toboso se ha parado el tiempo. Campo de Criptana, Mota del Cuervo, Belmonte... Todos aquellos pueblos conectados por la ruta que trazó el famoso hidalgo comparten esa misma canción de soledad muy poco apropiada para un lugar que, según  alguien escribió, era tierra de gigantes.


Luis “Matillas”

La frondosa sombra de un parque enclavado en la plaza donde se erige el monasterio de la Concepción da tregua a los tobosinos debido al sofocante calor manchego. Solo puede sentirse el cálido viento acariciando las ramas de los árboles. Ningún niño juega en los columpios cubiertos por la hojarasca que esparce el otoño. Hasta el bar, que ha dejado en la intemperie las mesas y sillas permanece cerrado. Solo se ve la figura de un cansado hombre manchego que en uno de los bancos se sienta para protegerse de los rayos del Sol mientras espera la hora de la comida. Luis, más conocido en el pueblo como Matillas, hace el habitual paseo que el médico le prescribió para fortalecer su espalda ya tocada por la edad y las incontables horas de juventud dedicadas a sus viñas y oliveras. Preguntamos por la ubicación de la casa de Ana de Zarco, y, como si se tratase de un guía turístico, se ofrece a organizarnos un tour por todas las calles del Toboso. “Vivo cerca de allí. Le acompaño un tramo que no puedo andar mucho”, dice sacando fuerzas de flaqueza. Y, como don Quijote y Sancho, trazamos el callejero en busca de Dulcinea, revisando cada rincón del pueblo.

Matillas es natural del Toboso. Desde pequeño se ha dedicado a la labranza, actividad que compaginaba con la cría de caballos y la cacería. “Mi padre siempre nos ató a esta tierra. Desde pequeño he vivido en el Toboso”, dice mientras caminamos por las vacías calles. No hicieron lo mismo dos de sus hijos, que marcharon a lugares más poblados para seguir con su carrera profesional. El único que se quedó fue su hijo menor, que ha seguido la estela de su padre. “Lo único que pude hacer es darle lo que tenía, que eran unas cuantas tierras y un tractor, y va como puede porque el campo es muy sacrificado”.

Nos detenemos frente al jardín del convento de las franciscanas. Aunque dentro está protegido por las monjas, la mayor parte del tiempo se encuentra cerrado a cal y canto. Solo se lee en la puerta el horario en que está abierto al público, momento en que, si se tercia, los turistas aprovechan para comprarles los dulces que venden a todo aquel que quiera llevarse un recuerdo de la Mancha. Unas calles por delante, Matillas se detiene frente a un pequeño agujero en el suelo. Se trata de un pozo custodiado por la imagen de una virgen de piel morena. Nos cuenta la leyenda de que en una remota época de sequía, los lugareños se encomendaron a la madre de Dios para encontrar agua y que esta les reveló que allá donde los bueyes del carretero se detuviesen, se construiría un pozo. Hoy, los tobosinos guardan fervor a esa virgen más conocida como “la Morenita”. Matillas se para frente al pozo y recita su oración:

Virgen de la morenita/ ¿quién te ha traído al Toboso?/ Me ha traído un carretero/ y me ha                                                                     puesto frente a un pozo.

                                                

Su teléfono móvil suena. “Ya voy” dice a su mujer que hace rato que le espera con la olla puesta. En mitad de una de las calles nos detenemos. “El pueblo está muerto. Aquí no hay nada”, dice con cierta melancolía. Recuerda cómo ha cambiado el Toboso en los últimos tiempos. “Si tú nos vieras hace 8 o 10 años todos borrachos en el bar, cantando fandangos de cacería...”. Nos confiesa que otra de sus pasiones es el cante, pero la edad le ha hecho perder algunas facultades. En su memoria guarda miles de coplas, muchas de ellas dedicadas a la actividad cinegética. “Voy a cantar algo”, y con una voz envejecida y dolorosa decide arrancarse por Juanito Valderrama:

Qué tengo una perrilla canela/ que tiene la nariz “partía”/ yo tengo una perrilla canela/ cazadora por el día/ por la noche centinela/ ¡qué bien se gana la comida!

Y con esta canción nos despedimos. Su mujer, María y su hijo Manuel ya están en la sobremesa. Lo esperan en el comedor de su casa; una habitación remachada con azulejos, oscura y llena de retratos y cuadros de caballos. El puchero ha dejado de humear. “Se te ha enfriado”, dice María mientras corta una rodaja de una esponjosa hogaza de pan. “Nos hemos entretenido un poco. He estado enseñando el Toboso”.


domingo, 31 de julio de 2016

El currículum de Paco o de cómo vivir con nervio

Imposible saber las  veces  que ha intentado hacer pleno en el quimérico juego de la primitiva. “Hoy la he echado. Te digo yo que mañana me toca”, comenta Paco irónicamente. Como imposible resulta contar los pares de zapatos que ha empaquetado, o los camiones que ha descargado en tiempo récord.  Con más de 20 años de experiencia dedicándose al sector de la logística en la empresa de calzado Reebook, qué más se puede decir.

Persona de pocas palabras, de gran carácter, y ácido en su sentido del humor. “Yo suelo ser muy cachondo, aunque cada vez me hago más cascarrabias. Será la edad” dice mientras entra a fichar en Tempe,  la última empresa de logística que lo ha contratado temporalmente. No sabe a ciencia cierta si después de acabar sus dos semanas de trabajo, tendrá la oportunidad de volver a llamarlo, o mejor aún, de entrar  indefinidamente en el imperio de Amancio Ortega.
Así lleva desde la crisis. De una empresa a otra tratando de llevar el sustento a su mujer, su hijo de 19 y su hija universitaria. “Los de 50 años lo tenemos muy jodido si no tenemos trabajo. Después de quedarme parado  he estado descargando camiones para particulares, y algunos, como no me hacían contrato, cuando  terminabas la faena se aprovechaban y no te pagaban, ¿a quién reclamas luego?”.
Pretende dar el do de pecho este tiempo que está trabajando. “Quedarme aquí me solucionaría bastante la vida”, comenta. Y lo cierto es que entona. No hay más que verlo etiquetando los pares. No mira al frente, ni a los ojos de su compañero cuando le comenta alguna banalidad. Su cabeza se dirige a  la desgastada mesa de trabajo y  los enganches, las etiquetas y la enorme caja de zapatos.
Abres una caja, etiquetas un par y vuelves a otro. Quitas un par, y después… otro ya va asomando la cabeza. Así durante ocho horas. Pero él no se detiene. Al contrario. Conforme va pasando la mañana va mecanizando la tarea. “Para esto hay que tener nervio, trabajar rápido y con energía” Explica. “El encargado te tiene que ver haciendo algo en todo momento, aunque hables con tu compañero, pero siempre trabajando”.

Pronto llega Eddi, el jefe de planta de carga y descarga.
-A ver, tú y tú. Os toca.
Han llamado a Paco y a un compañero para vaciar un camión. Los dos se dirigen junto a Eddie al compartimento de aquel armatoste metálico. Una larga cinta transportadora penetra el enorme tráiler.
-La tarea es sencilla. No os fijéis ni en modelos de zapatos ni nada. Sin contemplaciones, a la cinta.
Y como un ventilador Paco vacía el contenido del camión. En toda la planta solo  se oye el estruendo que generan las cajas de zapatos al caer en la cinta. Como un ritmo de batería constante y uniforme. ¡Bum,bum, bum! “Con nervio”, como él dice.  Y de la cinta, cientos de cajas desfilan ordenadamente como militares el día de las Fuerzas Armadas.
Y otra vez, y otra, y otra…
Paco y el compañero salen sudando la camiseta de trabajo.
-Media hora. ¡Muy bien! Felicita Eddi.
Con el tiempo que llevo en esto y viendo que soy más mayor quizá haya descargado más camiones que tú,  dice Paco al encargado.
Paco guarda la esperanza de volver a tener la estabilidad de cuando trabajaba en Reebook si le contratan en esta empresa.  “No sé si acabaré aquí. Sé de gente a la que han llegado a contratar indefinidamente, pero nada es seguro”. No pierde la esperanza. Él continúa todas las semanas echando la primitiva, o de vez en cuando se saca un dinero extra gracias a sus conocimientos de quiromasajista.

Esta vez ha tenido suerte.  Por lo pronto lo han llamado para hacer otra semana más. Venga, ya solo falta un poco más. Casi  tienes el trabajo, Paco. ¡Joder!

miércoles, 6 de enero de 2016

Taxis y caminos tortuosos para bohemios

-Ahora me ha dado por George Harrison.
-Muy bien. Aunque ahí el que “marcaba” de verdad era Paul. George innovaba.
-Sí, Paul controlaba, pero Harrison tiene… No sé, su música me da buen rollo.
-Nosotros versionamos sus canciones hace unos cuantos años.
-¿Ah, sí? ¿Qué tocasteis?
- Wah Wah, While my guitar gently Weeps, Blow Away y algunas más. En While my guitar nuestros dos baterías se marcaron un solo flipante. Tenías que haberlo visto, Jose.

Estamos es una cafetería hablando, como siempre que quedo con Edu, de cine y música. Es increíble la cultura audiovisual que tiene. Cantante en dos grupos de versiones,  Ruta 69 y The Crooners. Cuando la música todavía daba oportunidades para pagar el alquiler y ducharse todos los días con agua caliente, se atrevió a desempolvar a la Generación Beat componiendo sus propios temas en The Hippi Monks. Hoy, sin embargo, es un gigante atrapado en un mundo donde el músico se “vende por tocar en garitos cada sábado noche por 300 euros” como él dice.  Sinceramente, creo que Edu no es de esta época. Si un día inventan la máquina del tiempo, estoy seguro de que  viajaría a  los 60. Tomaría  LSD, llenaría salas,  probaría suerte con algún Phil Spector, o estaría dando la tabarra  por una noche de bolo en el Whisky Bar.  

Al encuentro falta por llegar Pascualo, uno de los amigos de Edu.

-¿Dónde quieres ir, José? Si quieres vamos a mi local de ensayo. Pero es un pateo grande llegar hasta él.
-Estaría bien. Además tengo que enseñarte la nueva canción que he compuesto. Se llama Claude.
Acaba de llegar Pascualo. Es un personaje entrañable. Un bohemio de esos  que sabe vivir la vida dejando a un lado el peso de la rutina y las obligaciones que nos acuña la cultura occidental. Es una persona de pocas palabras, pero el mundo que tiene grabado en la suela de  sus zapatos no tiene límites. Ha viajado a miles de sitios y conocido a todo tipo de personas. Hasta hace unos días, había estado en Málaga, trabajando en un huerto ecológico.  Lleva una bolsa en la que guarda un fuelle de chimenea y un guatero.  
-Pascualo, ¿nos vamos a mi local de ensayo? 
-Vale, pero ¿dónde está?
-Pasando la carretera de León. Es un pateo grande, la verdad.
-Todavía no he cenado.
-Yo tampoco-  intervengo-.  

Lo cierto es que lo estoy lamentando, mi estómago vacío no ha podido vulnerar el orujo de hierbas que Edu me ha invitado. Compramos un bocadillo en el bar y seguimos nuestro camino. 
Poco a poco nos adentramos en la oscuridad de la noche. Las luces de la ciudad se alejan  a cada paso. Para llegar al lugar  debemos pasar por una travesía  mal asfaltada. El  arcén es  estrecho y está débilmente marcado. Andamos a oscuras sin chaleco reflectante y sin una luz más que la de la Luna,  las estrellas y las de las pocas viviendas colindantes que nos encontramos en el camino.   

La carretera en obras da cierto  desaliño al paisaje; viejas naves abandonadas, barbechos incultos y  basura por todos los rincones. A lo lejos divisamos las luces de los polígonos.

-Ya hemos llegado- Dice Edu.

Su  local de ensayo está en las afueras de la ciudad. Es un complejo industrial habilitado para que bandas de música amateur desarrollen su afición sin molestar a nadie. Su interior alberga claustrofóbicos habitáculos dispuestos en fila.  El propietario del edificio ha cambiado la estética  industrial de la nave  para convertirlo en un paraíso del rock. Las paredes están pintadas de un rojo burdel y en una de ellas hay colgado  un póster de Los Ramones. Entramos en el  local de Edu. Nos enseña la  batería, los trajes que luce en cada concierto  y su  guitarra. Edu me ofrece tocar.  Él a la voz,  y yo a la guitarra;  mientras tanto Pascualo nos mira.

-Mira Edu, esta es la canción que te dije que compuse.

Toco los primeros acordes con la guitarra eléctrica y canto:

You came, suddenly like a spring
Drawing islands on my head
Now you taunt me with your wings
and your smile without moons,
butterfly

Está guay, Jose, dice Edu. Pascualo me mira,  sonríe y me guiña un ojo . Aprovechamos la noche para componer una canción, pero cada rato que pasa, nos distraemos recomendándonos grupos de los 60. Edu es un libro abierto. Es imposible no perderse entre largas y tendidas tertulias culturales. Por el contrario, conseguimos hacer una versión cutre de Me and Bobby Mcgee, de Krystofferson. La canción tiene tan solo tres acordes, pero hacer que voz y guitarra estén bien cuadradas ya es un trabajo bastante difícil.  De vez en cuando Edu olvida la letra, pero lo soluciona improvisando un verso de la canción.

-Pascualo, ¿te aburres? Pregunto.
-No, qué va. Estoy viviendo el momento, dice mientras estamos tocando.  

Son las dos de la mañana. Tenemos que regresar al mundo real. Pascualo dice que tiene que marchar  a Crevillente a  hacer noche en casa de su madre. No tiene mucho dinero, por lo que decide ir andando desde  Elche.
Ni se te ocurra Pascualo, replica Edu. Es un camino muy largo y puede pasarte algo. Si te  hace falta dinero,  te pago un taxi, o, en todo caso, te quedas a dormir a mi casa y mañana te vas. Un taxi no te va a costar más de 10 euros.

Pero Pascualo tiene en su bolsillo 15 y no puede permitirse el lujo de costearse un viaje.

-¿Y cómo sabes que no me van a cobrar  más?
-Bueno, pues yo te dejo lo que te falte.
Llegamos a la estación de taxi. El taxista nos dice que llegar a Crevillente cuesta unos 12 euros. 

Intentamos negociar con Pascualo para pagarle parte del viaje, pero al final no ha aceptado el dinero.
-Antes de irme, fumemos un cigarro, dice Pascualo. Nos sentamos en el banco de un parque y allí   seguimos hablando.
-¿De verdad que no quieres que te paguemos parte del  viaje? Le pregunto.
-No te preocupes por mí, me espeta Pacualo.
-Pascualo sabe cuidarse solo, ¿no ves que tiene mucho mundo? Explica Edu.

Nos ha entrado hambre. Nos dirigimos a un 24 horas a comer algo, mientras acompañamos a Pascualo de vuelta a la parada de taxis.  No sé si volveremos a vernos, por eso nos despedimos y hablamos de concertar  una  próxima quedada.

El coche se aleja. Son las tres de la mañana. Edu también se marcha. Le acompaño hasta su casa mientras pienso en lo que lo que Pascualo me ha dicho. “Te preocupas mucho por mí”. Su estética desaliñada y su vida errante me hacen pensar que quizá me dejo llevar por los prejuicios,  y que mi obligación moral pasa por ayudarle como si de alguien desvalido se tratase; pero a Pascualo le gusta vivir así. Con sus huertos ecológicos, y sus caminatas de noche. ¿Quién soy yo para  juzgarlo?
Llegamos al portal de Edu. A él sí espero verlo pronto. Nos despedimos con un buen apretón de manos, y allí, bajo un  cielo frío y contaminado ahora más que nunca por las luces de navidad me quedo en una calle solitaria del casco antiguo de Elche.  Reflexiono. Qué bella sería la vida si todos la viviésemos como Pascualo o Edu.

Lástima que el presupuesto de Pascualo no se correspondiera con lo que nos había dicho el taxista. Su viaje en taxi le ha salido más caro.