domingo, 6 de enero de 2013

Ya no hay Dolce Vita


Javier llegó a casa después de salir de la redacción. Aquel no era uno de sus mejores días. Una palabra que puso en evidencia el prestigio del periódico, y de paso, el del alcalde, sirvió de pretexto al director para acusar a Javier de prepotente y montarle un buen pollo delante de todos los compañeros del diario “El Actual”. La semana tampoco le vino redonda. Hacía tiempo que su ciudad no contaba ninguna historia digna de publicarse en las columnas del periódico. Para poder seguir manteniendo su asiento caliente en la redacción, Javier buscó historias de noche.  No probó ningún bocado. Cogió su veterana cartera de cuero, el smarth phone que le regaló su ex mujer por su cumpleaños, una pequeña libreta y su Mont Blanc. Antes de irse, Javier apuró tres tazas de café para poder aguantar toda la noche; luego se perdió entre las calles oscuras de la ciudad.

Observaba el panorama mientras recorría los barrios más céntricos. Un grupo de chavales guardados en un portal compartían las últimas caladas de un canuto. Borrachines entonaban al unísono el himno de España mientras salían del local más chic de la ciudad. Los barrios bajos son lugares más propicios para encontrar noticias; pensó. Pero Javier ya estaba harto de encender la televisión por las noches y ver los programas de reportajes que muestran lo más amarillista de la marginalidad. Contar historias de yonquis y prostitutas era un género que podías encontrar en la sección de sociedad o en los reportajes basura que emitían por los canales sensacionalistas.

El periodista, al no encontrar nada, se sentó en un banco, sacó papel de liar y un cogollo de marihuana, lió un canuto y empezó a fumar. Recordaba cuando era joven y conseguía sacar historias del aire. Javier consideraba su profesión como un arte,  pero ahora se había convertido en una máquina de producir noticias sin fundamento. Estaba harto de hacer de vocero de políticos y empresarios, de completar la información que faltaba en los teletipos que mandaban a la redacción las agencias de noticias, y sobre todo, de ver su ciudad anquilosada en el olvido.

Volvió a su casa, encendió la televisión y esperó a caer en el más profundo de los sueños. Por la Caja Maldita emitían la Dolce Vita de Federico Felinni. El profesional de la información suspiró. Si el porro le hacía efecto, esperaría a tele transportarse al blanco y negro; a la época en la que el periodista era un aventurero y no la putita de la redacción.