Javier llegó a casa después de
salir de la redacción. Aquel no era uno de sus mejores días. Una palabra que
puso en evidencia el prestigio del periódico, y de paso, el del alcalde, sirvió
de pretexto al director para acusar a Javier de prepotente y montarle un buen
pollo delante de todos los compañeros del diario “El Actual”. La semana tampoco
le vino redonda. Hacía tiempo que su ciudad no contaba ninguna historia digna
de publicarse en las columnas del periódico. Para poder seguir manteniendo su
asiento caliente en la redacción, Javier buscó historias de noche. No probó ningún bocado. Cogió su veterana
cartera de cuero, el smarth phone que
le regaló su ex mujer por su cumpleaños, una pequeña libreta y su Mont Blanc.
Antes de irse, Javier apuró tres tazas de café para poder aguantar toda la
noche; luego se perdió entre las calles oscuras de la ciudad.
Observaba el panorama mientras
recorría los barrios más céntricos. Un grupo de chavales guardados en un portal
compartían las últimas caladas de un canuto. Borrachines entonaban al unísono
el himno de España mientras salían del local más chic de la ciudad. Los barrios bajos son lugares más propicios
para encontrar noticias; pensó. Pero Javier ya estaba harto de encender la
televisión por las noches y ver los programas de reportajes que muestran lo más
amarillista de la marginalidad. Contar historias de yonquis y prostitutas era
un género que podías encontrar en la sección de sociedad o en los reportajes
basura que emitían por los canales sensacionalistas.
El periodista, al no encontrar
nada, se sentó en un banco, sacó papel de liar y un cogollo de marihuana, lió
un canuto y empezó a fumar. Recordaba cuando era joven y conseguía sacar
historias del aire. Javier consideraba su profesión como un arte, pero ahora se había convertido en una máquina
de producir noticias sin fundamento. Estaba harto de hacer de vocero de
políticos y empresarios, de completar la información que faltaba en los
teletipos que mandaban a la redacción las agencias de noticias, y sobre todo,
de ver su ciudad anquilosada en el olvido.
Volvió a su casa, encendió la
televisión y esperó a caer en el más profundo de los sueños. Por la Caja Maldita emitían la Dolce Vita de Federico Felinni. El
profesional de la información suspiró. Si el porro le hacía efecto, esperaría a
tele transportarse al blanco y negro; a la época en la que el periodista era un
aventurero y no la putita de la redacción.