Es ese
período del mes de julio que hace de Alicante un lugar insoportable; aquel momento del verano en el
que el centro de la ciudad ha emigrado
a su apartamento de playa en San
Juan o el Campello. Por las calles solo pulula una clase obrera maldecida por cuarenta grados a la sombra, y turistas
desesperados por encontrar una heladería que les permita aguantar el calor.
Los
ejecutivos andan desaforados porque desean volver a casa. Uno de ellos se quita la chaqueta de trabajo,
se remanga la camisa y se desabrocha la corbata entre rebufos. Ya llega la hora
de comer. No se ven muchos turistas
extranjeros. De vez en cuando los camareros de los cafés salen a la terraza, empapados en sudor, a comprobar
si los pocos parroquianos que quedan
desean algo más.
La
administración también echa las persianas. Del edificio de la diputación de
Alicante ya no se ve salir ningún coche
oficial, y los agentes de policía que lo protegen cambian el turno a sus compañeros. Estoy sentado en un banco situado cerca del
edificio provincial leyendo En el Camino, de Jack Kerouac. Al lado hay un
individuo. Su rostro recuerda al de Josef Stalin. Poblado bigote y ojos
rasgados. Lleva unas sandalias de dedo,
los pies hinchados y la ropa un tanto huraña. Consigo lleva una bolsa en la que
guarda utensilios de aseo. El individuo
se dirige a mí y me enseña un
papel.
-Toma.
Lee esto.
Echo un
vistazo. Se trata de un recorte de la Revista Magazine. Lo leo. Es un reportaje titulado Vincent
estuvo aquí, escrito por Felip Vivanco.
Valerio
M. Natural de Rumanía. Lleva 4 años viviendo en España. Tiene 55 años. Durante
la era Ceacuscu, trabajaba en una empresa estatal montando motores, pero con la
caída del comunismo, marcharía al bloque Occidental a buscar trabajo. Ha
viajado a distintos países. Portugal, Francia, Grecia... Ahora sin embargo, ese sueño por tener una
vida mejor se ha truncado con la crisis.
Desde que llegó a España, el desempleo lo ha obligado a mendigar y a dormir en las
incómodas bancadas de la estación de
autobús de Alicante.
Valerio
muestra su profusa cultura haciendo una lista de los pintores
del impresionismo y el postimpresionismo. Me habla de música y literatura. Uno no se explica por qué una persona con
tantos conocimientos no está ocupando un puesto en un instituto o cazando
recompensas en los concursos de la tele tipo Saber y ganar.
-Tiene
mucha cultura por lo que veo.
-Me
gusta leer. Cualquier escrito que veo;
un recorte de revista, un libro… me
sirve.
-Ha
dicho que es de Rumania. Supongo que usted vivió durante el gobierno de
Ceacuscu, ¿cómo fue para usted aquella
época?
-No me
gustó. Todo el mundo tenía acceso a la
vivienda, porque eran más baratas y los
precios los regulaba el Estado, pero había mucha escasez. Tú aquí puedes tener
una tablet o un móvil. Allí era impensable que una persona pudiera tener en sus
manos discos de los Rolling, teléfonos móviles, o coches de lujo... Mira ese
Mercedes. Bonito, ¿verdad?
Valerio
señala un Mercedes que pasa cerca de
nosotros.
-Sin
embargo ahora duerme en la calle.
¿Prefiere estar así?
-Sí,
aquí si pides comida te pueden dar algo. Mira, una señora me lo ha dado esta
mañana- saca de su bolsa una bandeja con ciruelas. ¿Quieres?
-No
muchas gracias.
-¿Por
qué? Están buenas.
Valerio
insiste. Cojo una, y mientras las comemos seguimos con la conversación.
-Allí no podías tener lo que quisieras.
-¿Usted
es de izquierdas o derechas?
-De
derechas. Viví el comunismo y esa época
y no me gustó. Había mucha represión si protestabas. Y a nivel tecnológico todo era un desastre.
La empresa en la que trabajaba, la compró más tarde una corporación Sueca después de caer Ceacuscu , entonces los
productos mejoraron su calidad y la producción aumentó.
Valerio
insiste en ese amor por las tecnologías. Se deja cautivar por las nuevas
generaciones de smartphones que salen al mercado. Me cuenta que en Rumanía
trabajaba construyendo motores de neveras en una empresa estatal, empresa que le
ayudó a desarrollar su profesión de electricista.
-Con
los conocimientos que tiene ¿cómo es que no ha encontrando trabajo en España?
-Porque
no hay, y a mi edad es más difícil que me contraten. Yo les digo, “hablo 4
idiomas”, pero parece que eso no les interesa, además, el hecho de dormir en la
calle no parece gustarle a las empresas.
-¿Y no
tiene nadie que le ayude?
-Estuve
en Madrid con mi pareja, pero al no encontrar empleo me tuve que ir, porque no
quería suponerle una carga. Se llama Conchita. Ahora está fuera de
España.
Valerio
enseña con su móvil una foto de su ex pareja, una española que por condiciones
laborales tuvo que marchar a Alemania a ganarse la vida.
-¿Y cómo consigue vivir en la calle?
-Siempre suelo conseguir comida por algún lado. Toma otra ciruela.
-No,
muchas gracias, no quiero abusar.
-¡Qué
no abusas! Me espeta Valerio mientras me encarama la bandeja en el brazo.
-Bueno.
Pero déjeme compartir con usted este bocadillo de atún. ¿Le gusta el atún?
Saco de
mi bolsa de viaje un bocadillo. Lo parto en dos y ofrezco un trozo a Valerio. Lo
mastica con ansia.
-Tiene
los pies muy hinchados, Valerio.
-Eso es
de andar todo el día. Pero bueno, antes
de dormir suelo darme un masaje para aliviarme el dolor.
-¡Qué
lástima! Yo es que le quería pedir si le apetecía dar una vuelta por la ciudad, pero si le cuesta andar...
-Claro.
Vamos. Estoy harto de estar sentado.
Andamos
por las calles de Alicante. Nos dirigimos hacia el Corte Inglés de la Avenida
Maisonave. El Sol parece haberla tomado con la ciudad, pero menos mal que en el
Corte Inglés hay aire acondicionado.
-Suelo
ir aquí porque allí leo las portadas de las revistas y los periódicos,
y me puedo enterar de lo que pasa. Además me entretengo viendo los productos que
hay.
-¿Y
hace esto todos los días?
-Sí,
después trato de buscar algo de comer por ahí, y luego voy a la
estación de autobuses. La gente suele ser generosa.
Antes de llegar al centro comercial, nos encontramos con una compañera de
Valerio. Permanece sentada en una acera escondida en la techumbre de uno de los
grandes edificios del centro de la ciudad. No puede andar. Sus pies, como los de
Valerio también están muy hinchados.
-¿Cómo
estás? Pregunta Valerio.
-Bien,
pero me duelen mucho los pies.
-¿Has
comido algo?
-No.
Todavía.
-Toma.
Para que te compres algo.
Valerio
saca de su bolsillo dos euros. La mujer
besa las manos de Valerio como muestra de
agradecimiento.
-Valerio,
¿cómo ha podido ser capaz de darle dinero si ni siquiera tiene para usted?
-¿Has
visto a esa señora? Bastante tenía con tener los pies como los tiene y no haber comido nada. A ella le hace más
falta que a mí.
-¿Y la
gente que vive en la calle suele ser como usted?
En la
calle hay mucho cabrón. Nunca te fíes de nadie. Entre ellos no existe la generosidad. Yo he llegado a ayudarles, pero
luego no te dan nada. Pero
a esta señora la conozco y sé que es buena. Ella un día, si me hace falta algo sé
que me ayudará.
Llegamos
al centro comercial. Se puede notar el
contraste entre el calor de la calle y
el frío del aire acondicionado. Todo
está lleno de gente. De las cafeterías del Corte Inglés resuena el tintineo de
las tazas y el sonido chirriante de las máquinas de café. El olor a bollería se
mezcla con el de los artículos expuestos en las estanterías. Todo huele a
nuevo. La ropa, las maletas, los libros.
Ese olor que se desvanece con el paso del tiempo cuando los objetos forman parte del
mobiliario de cada uno. El cambio de olores se da sobre todo cuando
llegamos a la sección de belleza. Los
perfumes y los maquillajes se mezclan, y dan un toque dulzón al ambiente. Hacia nosotros se aproxima una chica , y nos ofrece una muestra de un perfume de
Dolce Gabana.
-¿Quieren
probar?
Valerio se muestra galante con la chica.
-Sí,
por favor.
La
empleada rocía un poco de perfume en su muñeca.
-Me
encanta Dolce Gabana. Si tuviera dinero lo compraba. ¿Sabes que eres muy guapa?
La
chica se incómoda con las palabras de Valerio.
No sabe que decir. Se dirige a mí para obviarlo.
-Está a
mitad de precio.
-Lo siento,
no tenemos dinero. Quizá en otra ocasión, intervengo.
Continuamos
nuestra marcha rumbo a la sección de ropa de caballero. Una de las dependientas
nos pregunta si buscamos algo. Tiene el pelo muy cardado. Negro, ojos azules,
y muy alta. Valerio se dirige a ella con su galantería.
-Perdona,
¿ese pelo es de verdad?
La
chica extrañada ríe.
-Sí.
-No me
lo creo. No me creo que eso sea tuyo. Qué salvaje lo tienes. ¿Puedo tocarlo?
La
dependienta desconcertada permite que Valerio ponga la mano sobre la cabeza de
la chica.
-Qué
suave. Sí que es verdad. Es tuyo. Yo pensaba que llevabas una peluca.
-Pues
es mío. ¿De verdad que no andan buscando nada? Dice la chica guardando su
profesionalidad.
-Bueno,
nos vamos. Me has parecido muy guapa. Espero volver a verte.
La
chica se despide de nosotros amablemente.
-Valerio,
veo que es muy atrevido con las mujeres.
-Me
gusta hablar y mantener una conversación con ellas. No entiendo a los jóvenes
de ahora, que para ligar tienen que emborracharse. Parece que no les gusta hablar. Con lo bonito que es charlar sin la necesidad de aprovecharse cuando están borrachas. Hasta para follar. Yo
disfruto mejor un polvo cuando voy sobrio.
Continuamos
subiendo hasta la sección de electrodomésticos. Como un niño en un parque de
atracciones Valerio se lo pasa en grande jugueteando con los aparatos. La
sección recuerda a uno de esos edificios futuristas que salen en las películas.
El color blanco Makingtosh predomina en toda la sala. El lugar está repleto de verdaderas maravillas
tecnológicas. Radios, Ipods, ordenadores. Todos ellos de última generación.
-Mira
qué maravilla esa tablet.
El
centro comercial ofrece a los clientes la
posibilidad de probar los electrodomésticos antes de comprarlos. Nos acercamos
a unos de esos mostradores y utilizamos una de las tabletas de muestra.
-Te
quiero enseñar algo. Métete en internet y en el buscador de youtube escribe “dreamliner 787”.
Seleccionamos
el primer video que aparece en el motor de búsqueda. Se trata de un video
promocional de un avión Boeing.
-Este
es un nuevo prototipo de avión capaz de volar en vertical sin necesidad de
coger carrerilla para despegar. Es
increíble lo que puede llegar a hacer el hombre. Hemos sido capaces de
construir un motor con suficiente fuerza para despegar en vertical. Mira esas
tablets, y los móviles. Cada vez sacan un nuevo modelo mejor. Si hemos podido
hacer todo esto, qué podremos hacer de aquí a unos años.
Me
enseña un teléfono de diseño inalámbrico.
-Qué
preciosidad… Expresa Valerio con expectación.
-Vamos a descansar un rato.
Salimos
del Corte Inglés. La puerta mecánica se abre dejando pasar la flama alicantina que
nos da de frente. El frío del aire acondicionado se desvanece. Otra vez
volvemos a estar en la calle, condenados por el insoportable Sol de julio. Nos
sentamos en un banco frente al centro comercial. Valerio y yo hablamos de mujeres. Cada mujer
que pasa se queda observándola y me repite lo guapa que es. De vez en cuando no puede evitarlo y en mitad
de la conversación da una cabezada y se queda dormido.
Se
despierta sobresaltado.
-Perdona
si me duermo. Entre el calor y que no he dormido bien y estoy cansado.
Reposamos
un tiempo en el banco, y cuando Valerio se siente con más fuerzas seguimos
nuestro camino. Hacemos tiempo antes de poder coger el último tren que va a
Cartagena, mi lugar de destino. Valerio
me acompaña hasta la estación de Luceros.
Caminamos
como podemos. No siento los pies, y no quiero imaginar cómo los debe tener
Valerio, que además de hinchados como una bota, camina con sandalias. Tampoco podemos demorarnos mucho, porque falta
media hora para que llegue el tren. Vamos parando la marcha. Mientras caminamos
seguimos conversando
-¿Esta
noche qué va a comer?
-No lo
sé. Ya veré qué hago.
-Intente
pedir aunque sea una hamburguesa del McDonalds.
-No.
Eso no es alimento. Voy al Mercadona e intento
conseguir pavo y pan de molde que por lo menos me da para varios días.
Llegamos
a la estación de Alicante. En la entrada una voz avisa a Valerio. Se trata de
Manuel, un compatriota suyo que también dormía en la calle. Entre ellos
empiezan a hablar en rumano. Según me cuenta Valerio, Manuel había perdido un billete de autobús para
Rumanía en el que se había gastado todos
los ahorros. La empresa por su
parte, no podía proporcionarle otro.
-Ahora
está todo informatizado, digo yo que deberían tener todos los registros de los
billetes que venden por si el cliente lo pierde. Me dice Valerio indignado.
Ambos
se despiden. Valerio le desea mucha suerte a Manuel. Faltan 10 minutos para que el tren a Cartagena
llegue. Mientras tanto nos sentamos en uno de los asientos.
-Si
viene el guardia de seguridad, di que voy contigo, porque aquí me conocen ya.
Si me ven contigo no me dicen nada.
A
Valerio alguna que otra vez lo han expulsado cuando intentaba dormir entre los
bancos de la estación.
-Valerio,
¿cómo se vive esa incertidumbre de no saber qué comer, o dónde dormir o
preguntarse qué pasará mañana?
-Al
final no te queda otra que acostumbrarte. Es lo único que puedes hacer. Procuro
no aburrirme. Hoy por ejemplo he estado contigo. ¿Mañana? No lo sé.
-Toma.
Extiende la mano.
Le doy
un euro cincuenta, lo único que en aquel
momento tenía en la cartera además de mi billete de tren destino a Cartagena.
-Para
que esta noche puedas comer pavo y pan de molde aunque sea.
Valerio
me da las gracias, y me sonríe.
El tren
hace rato que ha llegado. Nos hemos entretenido hablando Un suspiro más y lo pierdo. Llegamos a la cinta de equipajes. El
guardia de seguridad me avisa de que estoy a punto de perderlo. Valerio me
ayuda con el equipaje. Nos despedimos
deseándonos mucha suerte; a mí, por
tener futuro en mi carrera profesional, y yo a
él porque pronto encuentre trabajo, y por lo menos tenga la oportunidad
de despegar raudo y veloz, como aquel
Boeing dreamliner 787 que tanto le entusiasmaba.